La Galatea de Cervantes contra las identidades y los roles de género prefabricados 

Toda nuestra identidad está atacada.
Yo soy Giorgia,
soy una mujer, soy una madre

Cuando manifesté que quería estudiar filosofía y letras, mi padre, hombre sabio y prudente, me dijo: 

Tienes que saber que te encontrarás con no pocas personas ‘productivas’, del mundo de la empresa y los negocios, ejecutivos, que, en desagradable tonito de mofa y superioridad, te van a decir: “¿Filosofía? ¿Literatura? ¿Y eso para qué sirve?.” Tú respóndeles: “Para no decir estupideces como la que usted está sugiriendo” 

Hasta ahora su consejo ha sido un arma arrojadiza para dejar al burlador burlado y no entrar en discusiones bizantinas con quien lejos está de manifestar un auténtico interés por dialogar sobre el rol de las humanidades en las sociedades contemporáneas. Años han pasado desde entonces. Años, la carrera, la maestría, el doctorado, docencia universitaria y la vida misma de ese padre comprensivo, emulado en cada paso. Ahora desarrollo un proyecto de investigación postdoctoral Horizon Europe de la Comisión Europea sobre la novela pastoril española de los siglos XVI-XVII y me pregunto: dados los tiempos que corren: ¿es esto un ejercicio de torremarfilismo académico? En otras palabras: ¿qué puede decirnos hoy una obra como La Galatea de Miguel de Cervantes?  

En un mitin del partido ultraderechista español Vox, la actual presidenta del gobierno italiano, Giorgia Meloni, afirmaba: “toda nuestra identidad está atacada, pero nosotros no lo permitiremos. Yo soy Giorgia, soy una mujer, soy una madre, soy italiana, soy cristiana, no me lo pueden quitar, no me lo van a quitar” mientras los apologistas del caudillo aplaudían exaltados, poniéndose de pie con el pecho inflado y la perilla al sol.   

Imagen YouTube Vox España 

Esta posición no es sino un síntoma de unos moldes consumidos por siglos. Vamos por partes. Identidad-mujer-maternidad (previo matrimonio heterosexual en la iglesia, por supuesto) han formado en nuestra historia social un único camino posible, un único deber ser.  El arquetípico “se casaron y fueron felices” es el destino y el objetivo de las protagonistas de las películas más clásicas de Disney que han prefabricado los roles de género por generaciones desde la infancia. ¿Quién no recuerda la peripecia de Cenicienta venciendo todas las adversidades para lograr alcanzar a su príncipe azul? ¿O la de Ariel para hacerse humana y llegar al suyo, literalmente, contra viento y marea? El sujeto moldeado por el cuento de hadas crece, pero el producto cultural de consumo continúa alimentándolo con el mismo esquema: del clásico de Disney pasa a la telenovela o la comedia romántica, según el contexto cultural, de Cenicienta a Betty la fea o Pretty Woman.  

Y en este punto es interesante destacar que hay una diferencia en las narrativas asociadas a cada género. Princesas y comedia romántica se configuran como productos de consumo preminentemente femenino, mientras que aventuras e historias de éxito empresarial se circunscriben en un ámbito ante todo masculino. Si el mito neoliberal ha creado para el hombre adulto el discurso y las ficciones del esfuerzo que lleva al triunfo -tendiendo, por supuesto, un falaz y anestesiante velo sobre las grietas de las desigualdades sociales estructurales-, ha perpetuado para la mujer adulta un modelo de éxito y ascenso social basado en la epopeya de ‘ser buena’ y ‘conseguir un buen partido’ dejando en segundo plano las luchas históricas y la conquista de su inserción laboral en todos los ámbitos profesionales. Se entiende entonces cómo mujer-casada-madre terminan configurándose no como un posible, entre muchos, o como una faceta, entre otras, sino como una identidad, como una esencia inmutable que no cambia a lo largo de los siglos. 

La novela pastoril del Sigo de Oro no ofrece unas estructuras muy diferentes y, en este sentido, puede darnos nuevas luces para contemplar las narrativas que nos circundan desde el lente del extrañamiento. “Cada oveja con su pareja”, reza este género narrativo; la mejor en su ámbito con el mejor en el propio, y en el ‘orden’ que genera dicho emparejamiento reside el happy ending. Cualquier parecido con High School Musical, aunque es mera coincidencia, es síntoma de la pervivencia de unos moldes ideológicos. 

Un personaje muy común en estas ficciones del Siglo de Oro es la bella ingrata, es decir, la mujer que o no ama a ninguno o ha olvidado a su enamorado. Este personaje se presenta como un punto de partida, un elemento de ‘desorden cósmico’, si se quiere, que debe ser solucionado. Así, en los arquetípicos finales felices de este género literario, las bellas ingratas terminan gozando de un amor correspondido después de haber probado el sufrimiento a causa de este sentimiento. Sin embargo, este final se presenta solo como uno de los posibles para el hombre, para quien también se concede, como punto de llegada feliz, el quedar libre de un amor que lo hacía penar. Lo que en la mujer solo se admite como un estado inicial (es decir, no se admite en absoluto y se le aplica la ‘debida’ justicia poética), para el hombre es un destino válido. 

Frente a esta estructura, La Galatea es una obra muy subversora, que viene a remover los paradigmas establecidos en su tiempo y en el nuestro. En esta novela Cervantes crea un personaje que es la desamorada Gelasia, quien, a diferencia de sus predecesoras, no tiene el fin del emparejamiento, sino que continúa afirmando ante sus pretendientes (todos bellos y maravillosos cual príncipes azules) un inapelable ‘no’, expresado en términos de: “libre nací y en libertad me fundo” (IH 1. 6: 422). Pero, por si fuera poco, crea también al desamorado Lenio, quien no solo es la viva copia masculina de Gelasia, sino que termina enamorándose de ella. Hay una pareja para cada oveja, diríamos, pero falta el ‘con’ que ha repetido una y otra vez la tradición precedente, y, así, la fórmula fija es remplazada por la expresión de la libertad de la mujer en la elección de su destino.  

Cervantes invierte con estos personajes los roles de género preestablecidos, el final que se ha aceptado para cada uno de ellos, y lo hace oponiendo a la identidad de los géneros (tanto genre como gender) la libertad. Tanto la identidad que conforma la fórmula fija de un género literario como la identidad en la que se convierte un rol perpetuado acríticamente a lo largo de los siglos, se desvanecen ante el conjuro de la palabra libertad. Y, por supuesto, no se trata aquí de la infantilizada libertad de escoger la marca del champú o de actuar sin medir las consecuencias, tan bien salvaguardada por las derechas trumpistas. Libertad del creador que rompe los moldes previos, es decir, del que no escribe una novela pastoril más, sino La Galatea, ni una novela caballeresca más, sino El Quijote, y libertad del personaje complejo resultante, que se hace único y memorable.   

 

En este punto cabría reflexionar sobre la palabra identidad.  Por un lado, es un término que acoge la acepción de relación de igualdad, bien sea entre varios elementos o de un elemento consigo mismo. Esta es, sin duda, la identidad que blanden los fascismos: la identidad de los nacionalismos, la identidad de las razas, la identidad de las religiones, y, en definitiva, la identidad de las fronteras. Se crea entonces el discurso de una comunidad imaginada que comparte una fantasmagórica esencia inmutable, siempre igual a sí misma, siempre tan vacua, genérica y accidental como pueden ser las anteriormente mencionadas. Estas identidades de fronteras se construyen sobre la exclusión del otro, y, por consiguiente, dependen parasitariamente de esa otredad como elemento aglutinante. ¿Qué sería de la exaltada afirmación identitaria de los fascismos sin la construcción discursiva de ese ‘otro’, de ese ‘diferente’, al que se le atribuye la peligrosa voluntad despojar/contaminar/alterar y frente a la cual invitan a ponerse en guardia? 

Y, sin embargo, la palabra ‘identidad’ también recoge la acepción de individualidad y unicidad. Es obvio que lo accidental, lo que no se escoge -como raza o lugar de nacimiento y hasta la religión- pero, en general, lo compartido por los grupos más heterogéneos de individuos difícilmente puede dotar a un sujeto de individualidad. Lo que sí lo hace es la convergencia de todas las elecciones con las que ese sujeto se construye a sí mismo a lo largo de su historia en un universo de múltiples -aunque socio-históricamente delimitadas- posibilidades y caminos. Creo que a partir de la obra cervantina podemos pensar en una identidad de intersecciones en respuesta a la identidad de fronteras. Es, por supuesto, una identidad que depende no de el otro, sino de los otros, y no por exclusión, sino por coexistencia: la coexistencia que permite las innumerables coincidencias y divergencias de todos los tipos y de todos los órdenes posibles. Las desamoradas Gelasia y Marcela se diferencian y conviven con las enamoradas Luscinda o Clara del Quijote y ambas comparten rasgos con la Preciosa de La gitanilla; no las invalidan, no les hacen obligatorio su propio camino, no impiden que existan las Teresas Panza preocupadas por el futuro de sus hijos. Tampoco la existencia ni las reivindicaciones de las mujeres solteras, de las divorciadas, de las mujeres sin hijos, de las que deciden abortar, de la comunidad LGTBIQ+ tienen el propósito -ni mucho menos el efecto- de amenazar a las madres heterosexuales cristianas. Por el contrario, al afirmarse, terminan afirmándolas como otra posibilidad más, libremente elegida, y no como un deber ser social impuesto por siglos y asumido hoy por inercia.  

La pregunta es: ¿se puede amenazar una identidad? ¿se puede quitar una identidad? Entiéndase como se entienda el término, excluidas las precisas coordenadas históricas que permitieron procesos colonizatorios y evangelizatorios como aquel tan celebrado por los blandeadores de la rojigualda, me inclino a pensar que no. No puedo imaginar cómo en el siglo XXI la presencia o los derechos de un tercero puedan despojar a un individuo ni a una colectividad de sus contingencias históricas, geográficas, y hasta genéticas. Ahora, ¿puede el individuo despojarse de su identidad por ‘contaminación’? ¿es un peligro saber que hay otras posibilidades? ¿y que se les enseñe esto a los niños desde el colegio? Abordar estas preguntas requiere, ya no de La Galatea, sino del Quijote.  

Don Quijote descubre en la literatura que hay otros mundos posibles más allá de su rutina de duelos y quebrantos los sábados y lentejas los viernes. Sin duda los otros posibles son un peligro para la identidad de Alonso Quijano. Pero ¿quién es Alonso Quijano? Un hidalgo. Un manchego. Un genérico. “De los de”, es la estructura que usa Cervantes para introducirlo, es decir, una tuerca completamente remplazable en sus coordenadas socio-históricas. Ni más. Ni menos. No se puede decir lo mismo de Don Quijote, el personaje más memorable de las letras en lengua castellana, caracterizado por cada una de sus decisiones, por su locura cada vez menos predecible y menos mecánica, por sus momentos de cordura entreverados. Flaca resulta la ‘identidad’ de Alonso Quijano frente a la de Don Quijote, y, sin embargo, esta no es una negación de aquella. Don Quijote se sabe de la Mancha, y por eso decide irse a recorrer el mundo, se sabe hidalgo pobre y por eso decide armarse caballero defendiendo el valor personal sobre los títulos nobiliarios y las riquezas; se sabe atrapado en una vida tediosa, y por eso decide irse a buscar la aventura; se sabe habitante de la Edad de Hierro, y por eso decide revivir el ideal de la andante caballería y volcar su vida a socorrer menesterosos y desfacer entuertos. Y, así, no lo olvidemos, es el único que puede decir: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia y aún todos los nueve de la Fama” (I. 5: 79).  

-¿Literatura? ¿Filosofía? ¿Cervantismo? ¿Y eso para qué sirve? 

Hoy respondería con un espíritu más dionisíaco. Me llevaría a quien me lo preguntase a teatro, cruzaría los dedos para que estuviera en cartelera la Cervantina de Ron Lalá, y en caso de estarlo, para que no fuera censurada de un momento a otro por poner al Siglo de Oro a interpelar críticamente a la sociedad actual con sus legados franquistas y tuviéramos que ver a los ronlaleros en una genial comparecencia en la Asamblea -nunca se sabe, dígalo, en pleno siglo XXI, el Muero porque no muero de Paco Bezerra-. Si mis deseos se cumplieran, esperaría con el preguntante al lado a que la compañía aclarara su inquietud cantando:  

 

Hoy me ha dicho mi vecina 

que le ha dicho su cuñada 

que España está contagiada 

de un brote de cervantina. 

Por calles y callejones, 

por plazas, parques y bares, 

se comparan ediciones 

de Novelas ejemplares. 

 

Ya no hay nadie que no lea 

y los padres, que son miles, 

llaman a su hijo Persiles 

y si es niña Galatea. 

 

España está agonizante, 

España se va al abismo: 

todo el mundo lee a Cervantes 

para pensar por sí mismo. 

 

No hay vacuna ni aspirina 

que cure la cervantina [bis] 

 

Ahora hay librerías 

donde había bancos

y todos los días

nacen niños mancos.

El doctor ordena

a la población

ponerse cadenas

de televisión.

España está agonizante,

España se va al abismo:

todo el mundo lee a Cervantes

para pensar por sí mismo.

No hay vacuna ni aspirina

que cure la cervantina [bis]

Todo aquel que tema

la literatura

que se ponga enemas

de telebasura.

Como es de Cervantes

el aniversario

me han puesto un implante

de telediario.

Si no se remedia

este mal viral

será un pandemia

a nivel mundial.

Si llega a la tierra

esta cervantina

se acaba la guerra

y el hambre termina.

Por eso vecinos,

por eso vecinas:

¡Que se abra camino

desde hoy la cervantina!

Cervantina de Ron Lalá en el Congreso de los Diputados

Sara Santa-Aguilar*

Marie Skłodowska Curie Fellow

Università degli Studi di Milano

*La autora ha recibido financiación del programa de investigación e innovación Horizon Europe de la Comisión Europea, bajo la provisión Marie Skłodowska-Curie (acuerdo de subvención No 101062513). Este ensayo refleja las opiniones personales de la investigadora y no el parecer político de la Comisión Europea.

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