La Inquisición que nadie se esperaba, y los libros y libreros que nos pueden librar de ella
Ana Laguna
“Son organizados, saben dónde está todo, y como son tan sigilosos, nunca sabes por dónde acechan” comentaba Stephen Colbert, al anunciar que la Administración Nacional de Datos y Archivos americana (los bibliotecarios) ha requerido una investigación criminal sobre el expresidente americano, Donald Trump. Esos bibliotecarios “silenciosos pero mortales” pueden ser por tanto los responsables últimos de que una de las administraciones presidenciales más disfuncionales de la historia sea llevada ante la justicia. El delito denunciado es la “apropiación y almacenaje” indebido de documentos estatales, algunos altamente secretos y relativos a armas nucleares. En estos tiempos de renovada sensibilidad nuclear, la alarma administrativa es ahora compartida por todos, dado que recuperar y archivar apropiadamente esos materiales es claramente esencial para evitar una catástrofe nacional además de humana.
La noticia nos recuerda lo divergentes que son política y literatura a la hora de valorar la palabra escrita; mientras que en cuestiones de seguridad nacional la importancia de un documento viene dada por los límites a su acceso (su secreto), en literatura ese valor se determina por la escala de su difusión pública (el número de ejemplares vendidos, los idiomas a los que ha sido traducida la obra, la permanencia en las listas de bestsellers). Y sin embargo, en Estados Unidos, parece que la ficción se ha convertido en un material más radiactivo que la venta de secretos nacionales al enemigo, porque mientras comentaristas y medios de comunicación continúan debatiendo el verdadero impacto de las escandalosas revelaciones sobre el expresidente, los miembros de multitud de juntas “educativas” de casi un centenar de distritos escolares de todo el país no parecen tener la más mínima duda en declarar a la lectura una actividad altamente perniciosa para sus alumnos. La semana pasada, el Diario de Ana Frank era uno de los 40 libros que se añadían a las vergonzosas listas de más de 850 libros “retirados” de los currículos y bibliotecas. Después de las sonadas protestas por la censura al Diario, Ana Frank ha conseguido volver a los estantes escolares, pero los otros 39 títulos, lejos de tener la misma suerte se han hundido en el abismo de la censura. En un país que convive casi a diario con aterradores tiroteos en las escuelas, lo que padres, administradores, y activistas ultra-conservadores han declarado como peligro para la salud y el bienestar de los alumnos es la obra de autoras como Anne Frank, Toni Morrison, o Margaret Atwood.
En un momento de la historia en el que se puede a acceder a millones de libros, en diversos formatos y de manera instantánea, ya son dos millones de estudiantes norteamericanos los que han perdido acceso a las más de 1,500 obras purgadas del acervo público, “educativo” americano. Si lo que se retira de las aulas no son los rifles automáticos AR-15 responsables de tanta carnicería gratuita, sino las visiones del mundo tradicionales o “no normativas” de clásicos actuales o ancestrales que giran en torno a cuestiones de raza, sexo o historia, es hora de concluir—parafraseando a los Monty Python en su famoso sketch—que “Nadie espera a la inquisición americana” pero que hela aquí en toda su “gloria.” ¿Qué hacer frente a esta amenaza? Si debemos a los “libreros” (bibliotecarios y administradores de los archivos) americanos el habernos librado de la impunidad presidencial…¿podrían esos mismos héroes librescos salvarnos de las crecientes restricciones impositivas? ¿Estarían dispuestos a abandonar su apacible habitat natural para defender la democracia a través de sus más queridos atributos, el arte, literatura y la instrucción pública?
Si la historia de verdad sirve de referencia, la respuesta debe ser rotundamente afirmativa. En Estados Unidos, la “Iniciativa de la Biblioteca Montada” (Pack Horse Library Initiative), en funcionamiento de 1935 a 1943, constituye un emblemático y poco conocido ejemplo de cómo una liberadora iniciativa institucional y literaria palía los efectos de desiertos culturales. Esta unidad de intrépidas “libreras” (bibliotecarias, maestras, y mentoras), más cercanas a Indiana Jones que al bibliotecario estereotípico que uno imagina en la escuela, formaba parte del “Nuevo Trato” (New Deal) instituido por Franklin D. Roosevelt. A lomos de sus caballos o mulas (o a pie, cuando era necesario), estas aventureras de la cultura atravesaron las profundidades de las montañas Apalaches para abastecer con sus bibliotecas errantes las necesidades literarias de las remotas comunidades del Kentucky Oeste. Las obras y autores que surgían de sus alforjas—novelas como Robinson Crusoe, o las Aventuras de Tom Sawyer—iluminaban los trabajos y los días de aquellos lejanos parajes. Incluso con baremos actuales, la eficiencia (lo que hoy vendríamos a llamar “sostenibilidad”) de la iniciativa resulta sorprendente; fueron capaces de cubrir 10,000-millas cuadradas de ese estado, distribuyendo “libros de calidad” a 29 condados, 155 escuelas, y 50,000 familias. Para cuando se cancelara el programa, allá por 1943, habían dejado fundadas 30 bibliotecas, y enganchados a la lectura a más de 100,000 residentes.
En España, un impulso similar había alentado a principios de los años 30 a otro grupo de jóvenes libreros, poetas, filósofos, y profesores de literatura a subirse también a las mulas, para embarcarse en una aventura parecida. Formaban parte de otro experimento cultural también estatal: las todavía no suficientemente celebradas “Misiones Pedagógicas” con las que el gobierno democrático de la Segunda República (1931-36) quería mejorar la cultura y alfabetización de la España rural más desamparada. En lugar de considerar qué libros, imágenes o conversaciones retirar de la circulación publica, la idea del gobierno español, como el norteamericano, era ampliar más que limitar los horizontes literarios de sus ciudadanos. Si hemos perdido la pista de la identidad de esas intrépidas bibliotecarias americanas, en España podemos identificar un poco mejor a los responsables de llevar estas charlas, actuaciones y museos itinerantes por los pueblos y ciudades más humildes de la geografía española puesto que incluyen algunas de las figuras más brillantes del siglo XX. Figuras como María Zambrano, Luis Bello o Luis Cernuda formaron parte de aquella inmersión educativa. Jóvenes y convencidos de su empresa, ni siquiera al ultra-sofisticado Cernuda parecía importarle ser inmortalizado a lomos del idiosincrático vehículo sanchopancesco, el burro. Quizá era plenamente consciente del épico impacto cultural de su andadura, tan o más impresionante que el de sus colegionarias americas de Kentucky: fundaron más de 3,000 bibliotecas y abastecieron a más de 450,000 lectores.
La Barraca & Patronato de Misiones Pedagógicas : Septiembre de 1931-1933 (Madrid, 1934). Imágenes cortesía de Wikimedia Commons.
En España se trataba de una hazaña quijotesca de fuerte sabor cervantino. Aunque en las alforjas de las compañías de estas Misiones campeaban libremente una gran variedad de tesoros literarios foráneos y nacionales, la República quería resaltar por todos los rincones del país a los clásicos, Velázquez, Murillo, el Greco, Cervantes, Calderón, Lope de Vega. De todos ellos, el autor de El Quijote parece haber sido el autor más festejado y representado. Como comentaba Federico García Lorca, director de la compañía más famosa de estas incursiones culturales, La Barraca, los entremeses de Cervantes, “llenos de ritmo, sabiduría y gracia” parecían llegar especialmente bien a esas audiencias entusiastas, pero a menudo casi analfabetas.
Es difícil captar la idoneidad de la obra cervantina para esta empresa de divulgación y modernización nacional. El entremés El juez de los divorcios, por ejemplo, resultaba especialmente útil para ilustrar las razones por las que la República se había atrevido a aprobar el divorcio en 1932 a pesar de las extremas objeciones religiosas y conservadoras del momento. Algunas autores y activistas como la “sinsombrero” Maria Teresa León sugirieron revisar el final de la obra para poder favorecer aún más la aclimatación social a la nueva ley. Mientras trabajó en la Barraca, Lorca se negaría siempre (al menos oficialmente) a cambiar un texto original, pero Rafael Alberti tendría muchos menos problemas en hacerlo. En 1937, Alberti y León estrenaron una versión de la tragedia cervantina de La Numancia adaptada a las circunstancias del momento, al Madrid sitiado que se había convertido en la nueva edición de un pueblo íbero asediado por un cruel ejército imperialista.
En los años 30, Cervantes no andaba sólo en las alforjas o carteleras de misioneros culturales o anti-fascistas. También se había instalado sin pedestales en las escuelas republicanas que lo utilizaban ampliamente en sus currículos a merced de unas nuevas ediciones escolares. Con aquella cercanía pedágogica, una novela como Don Quijote se utilizaba para invitar a sus jóvenes lectores a “disfrutar y dejarse llevar por la prosa perfecta y sublime del Príncipe de nuestras letras,” pero se recalcaba también que como el autor había “sufrido tantas desgracias y angustias en su vida” lo que nos recordaba su éxito, en último término, era la posibilidad de trascender las limitaciones personales más frustrantes (Noguer, 1936). Cervantes en aquella década que acabó tan mal, era por tanto ese autor “que insta a que se le hable de tú,” una presencia cercana que ilustraba la posibilidad individual y colectiva de transcender las constricciones más sistémicas para dar ese gran salto en el vacío que en ese momento parecía el futuro.
Por sólo estas razones, Cervantes no podría ser santo popular de los centros de mira más conservadores. Su presencia se acotaría considerablemente en los currículos escolares que la dictadura descuartizaría a partir de 1939. Igual que hoy uno de los mayores pecados de Toni Morrison es revindicar la experiencia histórica afroamericana, uno de las grandes osadías cervantinas era acercar con su accesibles Don Quijote o su Juez de los divorcios los tesoros literarios más excelsos del pasado a los lectores más humildes. Cervantes permitía así la fusión de culturas baja y alta españolas con la misma naturalidad con la que aquellas “libreras” americanas atravesaban los deltas y valles de la geografía de Kentucky. Es por tanto poco sorprendente que por secular e inclusivo—dos atributos democráticos que se convierten en pecados capitales para cualquier tipo de fascismo—un ideólogo del régimen como Ernesto Giménez Caballero declarara a Cervantes un “enemigo del estado.” Por todo ello, a partir del 39 volverían los pesados pedestales y las invocaciones insípidas que se habían transcendido sólo unos años antes. El régimen elaboraría también sendas listas de autores y obras prohibidos, a la vez que investigaba, perseguía o asesinaba a maestros y mentores, y con ellos, a la profesión educativa misma. Se acabarían los héroes cercanos y la posibilidad de bibliotecas itinerantes capitaneadas por poetas y filósofas en ciernes.
Patronato de Misiones Pedagógicas : septiembre de 1931-1933 (Madrid, 1934). Imágenes cortesía de Wikimedia Commons.
Fue obviamente otra guerra y otra victoria la que acabó con las bibliotecarias montadas del estado de Kentucky, porque los aliados, con Estados Unidos a la cabeza, conseguirían derrotar al nazismo. Y sin embargo, ni España, ni Kentucky parecen haberse recuperado de la interrupción de estas prácticas librescas; en Kentucky (que tiene una fabulosa universidad estatal) sólo un 21% de sus residentes tienen una licenciatura, mientras que en España invocamos mucho a Cervantes pero le leemos poco o muy poco; algunos estiman que sólo un 21.6 de españoles ha leído Don Quijote entero, otros arguyen que son cuatro de cada diez. Lo que queda claro es que ahora que tanto en España como en Estados Unidos asistimos a un preocupante ascenso de la ultra-derecha, nos vendrían mejor que nunca los enriquecedores cruces de camino que proporcionaban aquellas bibliotecas, escuelas y museos rodantes. Imaginen si todos leyéramos y conversáramos sobre Ana Frank, Toni Morrison, Cervantes, si pudiéramos intercambiar ideas y opiniones en los sitios que son menos proclives a considerarlas.
Por suerte, no tenemos que recurrir a un túnel del tiempo para continuar estas experiencias en nuestros días. Organizaciones no gubernamentales como las “Bibliotecas de la paz” (Colombia) o las “Bibliotecas sin fronteras” (Libraries Without Borders, Estados Unidos, y Bibliothèques sans frontières, Francia, y Bélgica) han tomado el relevo de aquellos paladines librescos españoles y americanos de hace casi un siglo en su afán por garantizar la difusión y defensa de ese legado de la humanidad que es la literatura. Otras instituciones, como las rebeldes bibliotecas públicas de Nueva York y Brooklyn permiten el acceso gratis e indiscriminado de todos los libros prohibidos. En cada una de estas plataformas o iniciativas, con nuestras donaciones de tiempo o recursos—a golpe de teclado más que de zapato—podemos a contrarrestar las inefables purgas inquisitoriales que se suceden en Estados Unidos y muchos otros rincones del planeta. Al hacerlo, podemos formar parte de la misión humanista y humanizadora de estos inesperados héroes contemporáneos, los literatos, libreros, bibliotecarios, personificaciones todas del hombre o la mujer sabia que nos dejó Cervantes: aquella persona que “lee mucho y anda mucho” y que por tanto es capaz de “ve[r] mucho y sabe[r] mucho.”
Es hora de hacer camino con ellos. La mula es opcional.